En el corazón de la ciudad, cada 16 de julio, La Paz detiene su pulso para rendir tributo a los héroes que sembraron con su sangre la semilla de la libertad. Entre cirios, flores y silencio, la historia vuelve a caminar por sus calles.

AMUN / 14-07-25

Por un instante, el tiempo se detiene en La Paz. El bullicio de la ciudad se apaga al cruzar el umbral de la Basílica de San Francisco, donde la historia respira con el aroma del incienso y el fulgor tembloroso de los cirios. En la penumbra de sus naves centenarias, la patria rinde homenaje a sus muertos más antiguos: los protomártires de la Revolución del 16 de Julio de 1809, padres del primer grito libertario.

Cada julio, este templo, fundido en piedra y memoria, se convierte en un altar mayor de la nación. A los pies de la Virgen del Carmen —la misma imagen barroca traída en tiempos coloniales por los misioneros españoles— se celebra una misa solemne. Esta escultura, que rara vez abandona su cripta, fue entronizada por el alcalde Iván Arias y el secretario Municipal de Infraestructura Pública, Guilherme Tortato sobre un mantel blanco, flanqueada por candelabros dorados y vestida con un manto bordado y corona real. Su sola presencia convoca siglos de devoción y combate.

En 1809, durante su procesión, Pedro Domingo Murillo y los patriotas aprovecharon la festividad para encender la chispa de la revolución. Días después, la misma Virgen fue llevada en una nueva procesión, esta vez no con corona, sino con el gorro frigio de la libertad y un sable en la mano. Desde entonces, es más que una advocación mariana: es símbolo de lucha, y por decreto papal, Patrona de Bolivia.

Finalizada la misa— que se inició a las 08.00 de este lunes 14 de julio—, el sacerdote, cubierto con casulla blanca y estola dorada, bendijo las urnas que contienen los restos de los mártires. Diez cajas selladas emergieron desde la cripta, llevadas por guardias municipales que avanzaban con paso firme. Más que escoltas, parecían custodios del alma misma de la patria. La procesión interna condujo al atrio, donde se instaló la capilla ardiente.

Una tarima, cubierta de flores, crespones negros y banderas patrias, recibió las urnas. Una luz tenue, cuidadosamente dispuesta, envolvía el espacio en un clima de recogimiento. Afuera, el mundo seguía su curso. Adentro, todo era pausa y reverencia. El alcalde Iván Arias encabezó el acto, acompañado de su esposa y de autoridades municipales, vecinos, además de visitantes que se sumaron a este ritual de memoria.

Allí reposan, simbólicamente, los restos de Pedro Domingo Murillo, Juan Basilio Catacora, Buenaventura Bueno, Apolinar Jaén, Melchor Jiménez, Mariano Graneros, Juan Antonio Figueroa, Gregorio García de Lanza y Juan Bautista Sagárnaga, cuyas vidas fueron segadas por la horca, el garrote o el degüello.

Murillo, presidente de la Junta Tuitiva, dejó 17 hijos huérfanos. Su cabeza fue clavada en la Garita de Potosí. Cada urna guarda no sólo cenizas, sino historias: viudas embarazadas, hijos póstumos, madres desamparadas, nombres marcados por la violencia colonial.

El acto no es solo un rito fúnebre; es una comunión con el pasado. Durante el día, ciudadanos se acercan en silencio. No hay mayor homenaje que ese mutismo compartido, esa quietud cargada de respeto. La capilla ardiente se transforma en espejo: allí, el país se contempla en sus orígenes sangrantes.

Por la tarde, el cortejo se pondrá en marcha. Las urnas, custodiadas por filas de militares, policías, funcionarios y ciudadanos, recorrerán la ciudad como si atravesaran su historia viva. El desfile se abrirá paso hacia la Catedral Metropolitana, en Plaza Murillo, donde otra capilla ardiente será instalada con el mismo decoro.

En el interior de la Catedral, el ritual se repite: velas encendidas, flores, estandartes, oraciones. Otro espacio, la misma memoria. Quien entra a rendir homenaje no ve solo cofres; ve las sombras de hombres que un día lo entregaron todo por una idea. En cada urna, una vida truncada. En cada nombre, un eco de libertad.

Cuando el día se apaga y el incienso se disipa, algo permanece: la certeza de que Bolivia fue parida en medio del dolor, de la horca, del grito. Y ese grito aún vibra. «Compatriotas, yo muero, pero la tea que dejo encendida nadie la podrá apagar…» dijo Murillo al pie del cadalso. Más de dos siglos después, esa llama sigue viva. Y en cada capilla ardiente, renace.

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